¿Por
qué morimos? Porque nacemos. Llegamos al mundo sin pedirlo, sin quererlo, casi
por accidente, azar o destino, pero llegamos y estamos, estamos y sufrimos,
perdemos cosas, ganamos otras y vamos
construyendo una historia sin proponérnoslo, una no… miles de historias, de
recuerdos que nos definen, sentimientos que nos identifican y nos hacen únicos.
Pisamos
la tierra, respiramos sobre el
barro y
aunque nos tambaleamos inseguros, la vida nos empuja y nos vemos
obligados a aprender a caminar, para que nuestro rostro no se embarre más de
lodo, no nos queda más opción que levantarnos y mirar al cielo.
Nos
duele todo, nos afecta todo, formamos parte de algo y nos involucramos con la
existencia que no pedimos tener, nos empieza a importar todo y tememos, queremos, gritamos. Llovemos y nos
derramamos, sangramos y nos limpiamos, dejamos huellas en las pisadas y creamos
así nuestro propio sendero, nuestro camino hacia algún lugar.
El
oficio de vivir es bastante pesado como la gravedad y no nos pagan por hacerlo,
por soportar cada día o más bien nos pagan con una limosna miserable de alegría
una alegría a medias, incompleta.
Pero
uno se acostumbra, se acostumbra al amor que se rompe, al dolor que nos
corrompe, al tiempo que nos separa, uno se acostumbra a llorar y a derramarse,
a escurrirse y a aporrearse. Te
acostumbras a los huesos rotos, a volverte polvo, a llorar a litros, a
quebrarse, dolerse, secarse.
¿Por
qué se acostumbran? Tal vez porque existe el día después de la noche, el arco
iris después de la tormenta, porque existe la luz que cubre la sombra, porque
nuestro corazón late a mil por hora y
nuestras pisadas vibran en el suelo. Nos acostumbramos a la vida porque hay
cosas que van valiendo la pena, nos encariñamos y nos encaprichamos a la vida,
hasta terminar aferrándonos con las uñas, con los dientes, con la carne y con
lo que somos. Nos acostumbramos porque respirar se vuelve un vicio, porque las
risas nos estremecen y las personas nos conmueven, porque miramos al horizonte
y nos sale un brillo en los ojos, porque amanece, porque la música nos mueve,
porque hay belleza, porque somos frágiles, vulnerables, susceptibles. Porque
apasionarse es como incendiarse, porque el placer nos hace intensos, porque
todo es bello, porque siempre hay sueños, nos acostumbramos porque necesitamos
hacerlo y evitarlo es un duelo. Porque
besar nos excita y atreverse también, porque despertar es rico y correr nos da
frío. Por la comida, el baile y el desvelo, porque la musa nos seduce y gritar
y expresarse es un privilegio. Porque
poder incentiva, querer estimula y lograr desagravia, satisface, rehabilita,
nos completa. Nos acostumbramos porque nos sentimos especiales, partes de algo,
parte de nada y todo, porque nos gusta buscar, encontrar, perdernos, hallarnos,
movernos, crecer, creer, saber, amar. Nos acostumbramos a la vida más que nada
porque estamos vivos.
Y por
fin le damos sentido a la vida y consientes de que no la pedimos, aprendemos
con el tiempo a agradecerla, por fin el oficio de la vida deja de ser una carga
y comienza a ser un aliado, un cómplice, una herramienta útil para que nuestras
almas coexistan con el resto del universo. La vida deja de ser una
responsabilidad, un trabajo, un obstáculo o una entidad ajena, extraña y
desconocida y así sin más comienza a ser nuestra.
Pero
esto pasa y cuando por fin aprendemos a golpes, rasguños, caídas de que se
trata todo, cuando por fin entendemos y descubrimos que el secreto de la
felicidad no es y nunca fue un secreto, si no una fórmula simple y clara como
el cielo despejado que siempre estuvo frente de nosotros, cuando al fin
descubrimos que lo más complicado es lo simple, encontramos el balance, el
equilibrio, la respuesta idónea, descubrimos también que el infierno no esta
abajo, si no aquí en la tierra, en lo humano y que el edén no esta arriba si no
aquí en los mortales, en lo bueno. Cuando entendemos el lenguaje del amor y el
sentido, el núcleo que une todo, donde todo converge como uno. Cuando por fin queremos vivir y sobretodo
aprendemos a vivir, morimos.
Todo
se borra, todo lo mencionado se desaparece, como si nunca hubiese existido,
como si todo hubiera acabado, pues de hecho todo sí terminó. Y toda esa
complejidad, paradoja, todos esos demonios, sonrisas, recuerdos, todo ese
menjurje profundo, hondo, esa mezcla homogénea de todo, mezcla mojada,
revuelta, cósmica, alocada, indefinida que viene siendo lo que somos, se resume
a cenizas, a un velorio triste, unas
palabras banales de lamento, unas flores secas sobre tú sarcófago, un minuto de
silencio. Unos pocos lloran y te extrañan durante un rato, pero en algún
momento lo superan y te arrojan al pozo cruel y vil del olvido y entonces mueres
otra vez.
FIN.
El
tiempo es el mejor aliado y nuestro peor enemigo.
El
tiempo es culpable de la dicha y el suplicio
De la
vida
Y de
la muerte.
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